“Tenía quince años, me pareció inverosímil. Tenía los ojos, la tristeza y el cuerpo de un adulto abrumado por la falta de horizontes, y aún así, el miedo de un niño.”
Encontré a Mohammad y a Samba en el tren de Lyon a Mâcon, el mismo que tomo todas las tardes para regresar a casa. Fue cuando me paré para ir al baño del tren y uno de ellos me abrió la puerta del baño alargando su brazo desde el asiento, no porque quisiera entrar sino -como comprendí en segundas reflexiones- por gentileza. Al regresar a mi puesto, noté desde adelante algo más en aquellos dos hombres negros: dos enormes caras de preocupación. No se hablaban.
Vino al poco tiempo una controladora del tren que les hablaba con voz burlona, diciéndoles que si estaban bien instalados. Era evidente, ninguno de los dos tenía tiquete. Por las miradas que le dirigimos a la mujer, se fue.
Les pregunté a donde iban, me dijeron que a Mâcon, a ver a un amigo, pero que “ella” les había dicho que iban a bajarse en…
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